
No deja de ser paradójico que los hijos de la Reforma sean los más reacios a los cambios eclesiásticos. Las comunidades protestantes prefieren dividirse antes que cambiar. Y mire que, salvo excepciones, estos cambios no suelen ser espectaculares. El resultado es un cristianismo dividido, disperso y confundido.
En apariencia, el protestantismo no es anquilosado. Al poner el énfasis en la responsabilidad individual y al dejar que cada creyente vaya a las fuentes, los protestantes son más plurales en su forma de vivir el cristianismo. Pareciera que cada comunidad tuviese sus propias reglas donde todos son felices porque ellos, los miembros, se dieron tales normas. Pero esta fotografía es borrosa.
La realidad es que estas iglesias se sienten incómodas con el disidente. Parece una vieja historia: una persona lee blanco donde la comunidad lee negro, lo expresa, no le hacen caso, la persona ahora lo grita, la iglesia lo calla, él se va con su grupo y la calma vuelve a la congregación. Y, claro, una nueva iglesia nace: la iglesia principal se llama La puerta de oro, la nueva El portón dorado. Ambas se lanzarán indirectas y, aunque no lo digan, se considerarán mejores que los otros. Tendrán miles de escrituras para autojustificarse.
¿Será un gen propiedad de Lutero lo que provoca todo esto? La Reforma protestante ha dejado de ser Reforma para solo convertirse en protesta. Y un cristiano en protesta permanente no parece tener futuro.
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